jueves, 31 de mayo de 2012

La Huida
   Fruto de un ejercicio literario que pidió El Maestro a sus millones de seguidores. No, no envié mi trabajo al concurso para el cual se supone que estaba destinado, pero lo volví a encontrar hace unos días y aquí te lo dejo. Aunque no es perfecto y quisiera darle algo más tiene su cosa... Claro, es que también es consecuencia de las acciones de la Cosa Sucia Que Existe Y Se Mueve Entre Nosotros. Espero te guste y que no te deje dormir.






LA HUIDA




Sintió con absoluta claridad que algo se movía a sus espaldas mientras acababa de preparar el café. Estaba tan nervioso por lo que el jefe de policía de Caleña le había dicho hacía una hora que la cucharita llena de azúcar se le escapó de las manos. Al darse la vuelta sobre la silla no vio nada.
-No sé si son malas noticias, Miguel... tu mujer, pues...
Un aroma familiar se dispersó por el aire de la cocina.
-...que se ha escapado de Arama, al mediodía, y recién me han avisao...
Todo su cuerpo acusó una dolorosa tensión cuando logró identificar el olor. Esa esencia, diseminándose de manera tan poco sutil en el ambiente, esa fragancia barata que siempre despreció, ese tufo que parecía salido de una peluquería de tercera o de un fino burdel de puerto, su maldito perfume.
Entonces, ¿estaba ella allí, en la casa?
Sólo así podía explicarse lo de la puerta abierta...
¿Y si estaba en la casa por qué no...?
“Es que esta loca de atar, chico.”
Aislado de cualquier centro civilizado en un radio de treinta kilómetros la perspectiva de vérselas con la chiflada de su ex-mujer en plena medianoche le produjo un angustioso nudo en la boca del estómago.
-¡Tammy!
Su hija, la había dejado durmiendo en su habitación de la segunda planta, ¡sola! No, sola no, Brandon dormía junto con ella, en el piso, sobre la alfombra, pero Brandon era un bulldog, no era un perro muy grande que digamos y poco o nada podría hacer si Amanda, La Loca, decidía entrar en el cuarto de la niña para sabe Dios qué cosa, ni siquiera ladraría ya que Brandon era, para colmo, el perro de Amanda.
Miguel saltó de la silla de la cocina y corrió por las escaleras hasta llegar al pasillo que daba a los dormitorios. La puerta del cuarto de Tammy estaba abierta. ¿La cerró después de dejarla en la cama...? Sin dejar de correr entró como una tromba en la habitación dispuesto a encarar, no sabía cómo aunque de una vez por todas y a como dé lugar, a la chalada con la cual un pésimo día de invierno decidió consumar el matrimonio (claro que en ese momento no le pareció una mala idea, no señor, Amanda-La-Loquilla se las sabía tooooodas, por supuesto, pero al final tanto placer tiene un precio, ¿no?). Con las justas se detuvo para no caer encima de la cama y de paso aplastar a la niñita de cinco años que dormía profundamente, el rostro apoyado en una de sus manitas. Iba a encender la luz cuando escuchó el estrépito inconfundible de ollas cayendo sobre el piso de la cocina. Con el corazón a mil encaró la puerta que acababa de cruzar. Sintió cómo las nauseas se agolpaban en su boca.
-Puta madre...
-¿Papito?
Tammy se había sentado con los pies colgando fuera de la cama y miraba a su papá con los ojos medio abiertos.
-¿Papito qué pasa papito?
-Nada, nada –tuvo que esforzarse para controlar el temblor de su boca–, pero tenemos que irnos de aquí, nena.
-¿Por qué?
-Porque... la tía Nela está un poco enferma y me llamó para que la fuéramos a visitar.
-¿Tía Nela?
-Sí, la tía Nela.
-Tengo sueño.
-No te preocupes, nenita, duérmete en mis brazos.
El hombre arropó a su hija con el cobertor de Plaza Sésamo en el cual, sobre un fondo azul lleno de estrellas puntiagudas y una luna imposible, Big Bird dormía sin molestias tumbado en una cama a su medida.
-¿Brandon? Papi, ¿Brandon?
Brandon no estaba sobre la alfombra. Tal vez el chucho había salido a cagar o a orinar o a sabe el Diablo qué cosas que los perros hacen en las noches.
-Está abajo, en el jardín, duérmete –levantó a la niña y la apoyó sobre su hombro derecho.
-No, papi, vámonos con Brandon.
-Brandon se queda, nenita, duérmete.
-Bran...
No pudo acabar de decir el nombre pues se quedó dormida, a pesar del ruido apagado de vidrios rompiéndose que llegó desde el primer piso.
Miguel, advirtiendo unos vergonzosos temblores en las piernas, salió del cuarto con sigilo. Se dirigió a la puerta del final del pasillo, caminando de espaldas y preguntándose qué era lo que estaba pasando abajo. Al chocar con la puerta se volvió y, sin dejar de mirar hacia las escaleras, giró el pomo con lentitud. Cuando la puerta estuvo abierta el espacio suficiente para dejarlos pasar padre e hija salieron a una terraza llena de macetas y muebles de mimbre. Miguel cerró la puerta con la mayor discreción posible. Escuchando atentamente, esperando oír algún rumor proveniente del interior, permaneció inmóvil. Únicamente percibió el acompasado respirar de Tammy y su propia respiración, agitada. Para escapar de la casa tendría que bajar por la escalera de la terraza, que llevaba a la piscina, y después, para llegar al estacionamiento, debería pasar frente a la cocina.
Y era de la cocina de donde habían venido los ruidos del no sé qué.
¿Si llamaba a la policía? Se palpó el bolsillo en el que acostumbraba llevar el teléfono. No estaba allí. Mala suerte.
Pisando cada escalón con extrema suavidad Miguel bajó hasta llegar a ver las ventanas de la cocina. En el interior de la misma sólo observó varias ollas regadas por el piso y los restos de los vidrios inferiores del estante que estaba al lado del fogón. Lentamente siguió descendiendo, escalón por escalón, experimentando una creciente angustia. Al llegar al último peldaño respiró con cierto alivio. Dio unos pasos pero un chasquido hizo que sus rodillas se doblasen con increíble rapidez. En cuclillas, sosteniendo con fuerza a la niñita que seguía durmiendo ajena al drama por el cual él estaba pasando, se pegó contra la pared. Un sudor frío se le acumuló en la frente. Nuevos golpeteos en la cocina, las ollas en el suelo dándose unas contra otras, después la cadencia particular de los utensilios de cocina chocando entre sí y cayendo al suelo desde sus percheros, utensilios entre los cuales, cómo no, había una nutrida variedad de cuchillos, instrumentos a los cuales Amanda les había otorgado, hacía un año y medio ya, un  innovador y aberrante uso.
La sangre de Miguel se congeló.
Tammy seguía soñando con los personajes de Plaza Sésamo.
Cuando los ruidos cesaron Miguel, dándose valor pensando en la vida de su hijita, prosiguió con la lenta huida, pegado a la pared hasta que dejaron de estar debajo de las ventanas de la cocina. Una vez seguro de no escuchar sonidos alarmantes se irguió y caminó hacia su camioneta de doble tracción.
Mirando todas las puertas y ventanas de la casa que dejaba atrás, asegurándose de que Amanda, La Loca De Atar, no saliera como una posesa con uno, dos o tres (sí, tres, no le cabía la menor duda que hasta tres) cuchillos en dirección a él y Tammy para rebanarlos previo sufrimiento eterno en mil y un pedacitos, Miguel abrió la puerta del conductor, entró junto con su hija y depositó a la niña en el asiento de al lado. Abrió la guantera, sacó las llaves, introdujo la del encendido e hizo contacto.
En medio del silencio de la noche la camioneta hizo una bulla tremenda al prenderse su motor, tanto que Miguel pensó que La Loca De Atar ya se habría dado cuenta de todo y que en cualquier momento aparecería por la puerta berreando y blandiendo los tres (¡sí, tres!) cuchillos cual sables de samurai. Puso la marcha atrás y, con la vista fija en la puerta principal de la casa, retrocedió hasta chocar con el pequeño muro que rodeaba un jardincillo de cactos. Entonces cambió a primera, encendió los faros y dobló hacia el camino que lo llevaba a la carretera sin dejar de perder de vista la puerta de la casa. Subió a segunda, aceleró y tuvo que mirar hacia delante para concentrarse en el camino. Tammy, inmutable, dormía sentada y con la boca abierta, cobijada por el Big Bird dormilón.
“¿Esta cojuda no sale...?”
Volvió a cambiar de marcha y volvió a acelerar, miró por el espejo retrovisor y ni rastro de su ex-mujer ni de los cuchillos-espada-de-samurai-asesino. Había sido rápido, rápido e inteligente pues él era un hombre cuerdo y ella una demente confinada de por vida a una institución mental. Miró a su hijita, a la que nuevamente lograba salvar de una muerte horrenda a manos de esa maldita trastornada, la cual, y volvió a mirar en el retrovisor, todavía no salía de la casa. ¿No era eso raro?
“Y si no estaba en la casa... si está en...”
El corazón se le detuvo. Faltaban veinte metros para llegar a la carretera. Inconscientemente pisó el pedal a fondo y al mismo tiempo miró hacia atrás, a la segunda fila de asientos y a la que estaba detrás de esta esperando encontrar a Amanda con los cuchillos en alto a punto de ensartarlos en su cabeza y en la cabeza de Tammy. Pero nada. Amanda no estaba. Aliviado, suspirando, sonrió al ver que su hijita seguía durmiendo y miró de nuevo al camino sólo para darse cuenta que ya era demasiado tarde pues, en medio de la agitación previa, no había escuchado el estridente bocinazo del camión cuyo remolque, ahora, estaba a cinco centímetros de la camioneta. Más tarde policías y forenses, con asqueado estupor, contemplarían las dos manchas rojas de informe materia orgánica, una grande y otra chiquita, producto del violento impacto de los cuerpos de Miguel y Tammy que salieron despedidos a través del parabrisas de la cabina de la camioneta para estamparse como insectos de carretera contra el remolque del camión, de un blanco inmaculado. Un poco más allá, milagrosamente intacta y sin rastro alguno de sangre, el cobertor de Plaza Sésamo, tirado en el asfalto, pasaba desapercibido.
Y Big Bird siguió durmiendo, imperturbable, hasta que alguien lo recogió.  

La tía Nela estaba en la casa, llorando, incapaz aún de asumir las pérdidas de su hermano y su sobrina en tan absurdo e inexplicable accidente. Varios parientes habían llegado ya a la casa y Nela, sintiendo que debía ofrecerles algo, fue a la cocina para preparar café o servir gaseosas. Al entrar en esta se encontró frente a un desastre que la dejó sin habla por un instante. En medio de ollas caídas, vidrios rotos y utensilios regados, una rata de enormes proporciones permanecía echada en el piso, la panza toda abierta, un charco de sangre debajo de ella. Nela se llevó una mano a la boca y apagó un juramento.
-¡Barff!
-¿Brandon?
-¡Barff, barff!
El bulldog salió de debajo de una mesa y corrió hacia la mujer. Esta se agachó y recogió al rolludo can. Notó que su hocico estaba enrojecido.
-Menudo perrito, resultaste, ¿eh, Brandon?, ¡mira todo el desastre que has hecho!
-¡Barrrrf!
-Espero que esa rata no te vaya a contagiar nada.
-Grrr.
-Oye... y ese olor –la tía Nela pegó su nariz al lomo del bulldog–, ¿de dónde ha salido este perfume horroroso? ¡Dios mío, si parece el tufo de una peluquería de tercera o de un fino burdel de puerto!
   -¡Barff!