Inspirado en hechos reales... Sí, bueno, medio reales... O reales a medias... O como algo así de que como que algo me pasó un día hace mucho tiempo cuando caminando descalzo por la calle, en estado de prístina iluminación, se me cruza un chiquillo y me dice algo que planta una idea en mi cabeza. ¡Ja! Demoró en salir y cuando acabé de escribirlo, para variar, se había convertido en otra cosa (y no precisamente en mariposa).
EL DÍA DE CLAUDIO
-Señor, eso que se ha fumado es pura mierda.
Al principio Claudio no escuchó bien la frase. Después, gracias a un eco retardado dentro de los tímpanos, sí. Y a continuación, recién, dada la exigua lucidez que en ese momento rebotaba en su cerebro, la comprendió.
El niño, que tendría doce años, montado sobre una bicicleta de última generación pero bastante sucia y descuidada, lo miraba con auténtica reprobación. Esto le causó gracia y se levantó los lentes oscuros para enseñarle al mocoso el acusado enrojecimiento de sus ojos mientras le sonreía.
-No es tu problema, ¿okay?
Dio un paso y el niño movió la llanta de la bicicleta cortándole el camino. Primero, pensamiento en blanco, luego un afloramiento de razón, después se más o menos dijo que la cosa estaba perdiendo la gracia anterior.
-¿Qué te pasa... chibolo?
-Es que esa hierba que se ha fumado es una basura, señor.
¿¡Y cómo mierdas sabía que lo que había aspirado era una tremenda ponzoña!?
-Y a ti eso qué te importa, ¿eh? Ve a jugar con tus amigüitos y no jodas, ¿ya?, ¡váyase, fuchi, fuchi!
-¿Es que no entiende lo que le estoy diciendo?
Entender...
¿Entender qué? Por supuesto que en ese estado y por la sazón que sus neuronas tenían le era muy difícil entender algunas cosas. Pero eso no le interesaba puesto que a pesar de la mediocre marihuana que le había vendido El Oso se la estaba pasando muy bien en ese día tan brillante, caminando descalzo por las calles de su elegante barrio residencial en una de esas tardes de verano que cada día disfrutaba más y más por el hecho de estar felizmente desempleado sin preocupaciones económicas de por medio (papi tenía muuuuucho dinero): no tenía algo que hacer en todo el día salvo rascarse la panza todas las mañanas, leer en cualquier momento, jugar en su consola hasta el hartazgo y disfrutar con Mary Jane a cualquier hora, oh, Mary Jane, tan buena... No, no era muy buena, de hecho no era nada buena… de hecho era tan mala que el efecto duraba muy poco (apenas unas dos horas y media) y la bajada era bastante cargosa, tanto que en las últimas dos semanas el abdomen se le había hinchado sus buenos centímetros a pesar de mantener un régimen estricto de ejercicios diarios y es que, bueno, como cualquiera lo sabía una mala hierba, una hierba de pueblo, era fácil de conseguir y barata, sí, pero sus efectos y consecuencias no eran como para fumársela todos los días, ¿no?, y es que últimamente a falta de un buen dealer y por la existencia de un grave vacío en la distribución de marihuana de buena calidad lo que se había estado fumando en los últimas días era, en realidad, pura mierda... ¿no entiendes lo que te está diciendo?
¡PLOP!
-Eh... ¿qué es eso de que no entiendo?
-Ya sabe, esa marihuana es una basura.
-Este... ¿cómo es que...? Uh... ¿y?
-Yo... tengo algo con más clase.
“Bien, esta es la situación: tengo a un mocoso de mierda que se da cuenta que estoy fumado, que deduce que la marihuana que fumo es de mala, por no decir de pésima, calidad, y que encima me dice que tiene algo con más clase... ¡¡¡ACASO ESTOY SOÑANDO!!!”
-Ya, claro, ahora anda a tu casa, ¿sí? Chau.
-Pero señor, le digo que...
-No, gracias... Eres... Eres...
“Oh, no, no por la puta madre…”
-…¡eres un policía, por la puta madre!
Después del estupor inicial el niño rompió a reír a carcajada suelta, con una risa sincera, franca, tan infantil que Claudio, cayendo en la cuenta de su propia estupidez, se unió al infante con su desgarbada y horrísona risa gutural, el único detalle de su persona que discordaba con la imagen de chico triunfador (ahora un poco gordito) que proyectaba.
-Bueno, chau –el niño se pasó la mano por la cara para secarse las lágrimas producidas por el ataque de risa y dirigió su bicicleta hacia la pista.
Claudio dejó de reír, observó al niño alejarse por la solitaria calle, leeeeentamente, un perro ladró en algún lugar inconmensurable y su mente cayó en un vacío que empezaba a prolongarse hasta el infinito. Y se hubiera quedado allí, en medio de la acera, con el aspecto de un completo tarado de no ser por la imperceptible reverberación que, de a poquitos, empezó a resonar en alguna parte de su entorpecida conciencia advirtiéndole...
run
...diciéndole...
...run...
...¡gritándole!...
¡Run, Forrest...!
Así que Claudio corrió y corrió y corrió como un ganso epiléptico detrás del pequeño en bicicleta, los brazos balanceándose sin ton ni son, la cabeza dándole vueltas y vueltas y vueltas...
¡Run, Forrest, run!
...hasta que no pudo más y, deteniéndose en seco, con el corazón a punto de escapársele de la garganta, solamente atinó a gritar una cosa:
-¡COME TO ME, MOTHER FUCKER! ¡AHHHHHHHHHHHH!
Esto hizo que el niño se detuviera, no porque creyese que lo estaban llamando a él sino por lo estridente y absurdo de ese grito estrambótico en plena calle que, obviamente, le causó una curiosidad inmediata. Cuando vio a Claudio detenido en medio de la pista cual patético personaje de obra de teatro vanguardista, el tronco hacia adelante, las manos sobre las rodillas, el rostro levantado suplicante y sin aliento, con una mueca imposible de entender, se limitó a sonreír y pedaleó hacia él.
-¿No me estás mintiendo, no? –preguntó Claudio con voz cansada.
-No, señor. La hierba que vendemos es de primera, un planetario como nunca antes ha fumado, señor.
-Ya, ya, no me digas señor que no soy un tío, ¿ya?, sólo tengo veinticinco, ¿okay?... ¡Ajá! Planetario, ¿no? ¿Y quién la vende, tu viejo, tu vieja, tu hermano...?
-No, no, ellos nos matarían. Mi hermana es la que vende la hierba.
“Su hermana...”
-Y tú... ¿fumas?
-Y, sí, a veces, una pitadita nomás.
“Sí, claro.”
-Y... tu hermana...
“...que siendo hermana tuya...”
-...¿cuántos años tiene?
-Diecinueve, veinte, creo.
“...debe de estar muy buena, la chiquilla.”
-¿Ella fuma?
-Sí, tiene que probar lo que vende, pues.
“Este sí que es mi día, sí señor, ¡EL DÍA DE CLAUDIO!, sí señor.”
-Este... ¿y cómo es?
-Mi hermana... pues...
-No, no, te pregunto cómo es la nuez.
-¡Ah, ya! ¿Tienes teléfono celular?
-Uh... sí.
-Tengo que llamar Claudia, así se llama mi hermana.
“¡Oh, Jesús, y se llama Claudia!”
-Ya, aguanta chochera –sacó el diminuto teléfono del bolsillo trasero de la bermuda–, toma, pero no hables mucho.
-No me demoro nada.
El niño marcó un número y esperó. Claudio, ahora respirando con calma, no podía creer en la suerte que ese día le había caído encima. Se acordó que esa noche estuvo soñando con aviones, algo que había aprendido a interpretar como señal de que ese día, inevitablemente, iban a pasarle buenas cosas. ¡Y vaya que iban a ser muy buenas las cosas, carajo! Dios le había puesto en el camino a un niñito que le ofrecía una marihuana de primera clase, marihuana que además era vendida por una hermana cuyo atractivo, tomando como referencia al muchacho, no debía ser nada despreciable y que, además, se fumaba la hierba a manera de control de calidad. ¿Control de calidad? ¡Ja! Ese era el tipo de mujer que durante tanto, tanto tiempo había estado buscando, un ideal que casi constituía un eslogan: Quiero casarme con una hembrita que fume skunk. ¡Y encima se llama Claudia, no me jodas!
-Aló, ¿Claudia? Sí. Claudia, tengo un pata que quiere un cd, uno doble... Sí, ¿podemos ir...? Ya, ahí vamos, chau –el chico le devolvió el teléfono a Claudio–. Listo, sígueme, vamos a mi casa, está a seis cuadras. Oye... ¿no te molesta caminar así, sin tabas?
-¿Sin tabas? Nada, a veces quema un poco la pista, la vereda, pero nada, es chévere, sí. Oye, chibolo, ¿y tú cómo te llamas?
-Diego, ¿y tú?
-Claudio.
-¡Ja!, casi como mi hermana.
-Sí... Puta, ¿qué loco, no? Cool.
“Diosito lindo, por favor, que su hermana sea riquísima.”
Hicieron el camino en silencio, el chico por delante, montado en su bicicleta pedaleando con lentitud, Claudio siguiéndolo de cerca y regocijándose en la buena estrella que ese día le había iluminado el camino divino para llegar a la estoneada total y todopoderosa. ¿Y cuánto le iba a costar esa gracia? ¿Veinte dólares, cincuenta, más? No importaba, estaba muy bien forrado de billetes verdes y si era en verdad una buena hierba cualquier precio valía la pena. Se dijo que esto lo tenía que dar por descontado ya que dado el lugar en el que vivían él y el pequeño dealer, un barrio en el cual todas las familias que lo habitaban como mínimo ocupaban la posición de muy acomodados, nadie se iba a estar con cojudas estafas ni gatos por liebre. No, lo bueno de la gente rica es que consume de lo mejor y si venden lo que consumen pues que venden exactamente lo que consumen. Sí señor, este realmente era El Día de Claudio.
Llegaron a la casa del muchacho, “...la casa de Claudita, uyuyuy...”, una residencia tan elegante como la suya y con el toque de personalidad necesario para distinguirse por sí misma. Claudio admiró el fino trabajo hecho en el portón que daba a la calle, un tallado en madera exquisito. El niño tocó el timbre, una voz femenina y vieja (definitivamente no era la voz de Claudita) preguntó quién era, el chico se limitó a decir “Soy yo” y la puerta se abrió sola.
-Vamos, Claudia debe estar en su cuarto.
“Uyayay, en su cuarto...”
Al entrar a la propiedad Claudio vio frente a la casa, sobre un jardín inmaculado, un lujoso deportivo convertible que se asoleaba al lado de una soberbia todo terreno roja, el mismo modelo por el cual él planeaba cambiar su camioneta en julio. Buen carro, sí señor, “¿será el carro de Claudita?”
-¿Ves esa puerta? –el chico dejó la bicicleta en el pasto y rebuscó en sus bolsillos.
-La que está al lado del garaje.
-Sí, toma esta llave y espéranos, y no salgas de allí, por favor.
-Ya.
El niño se alejó corriendo y se perdió detrás de unas enormes tinajas de barro. Claudio caminó hasta la puerta, la quiso abrir y no pudo.
-Mierda.
En el estado de aturdimiento mental en el que estaba había olvidado la llave que le diese el niño.
-¡Qué huevón!
Insertó la llave en la cerradura y entonces sí pudo girar la manija. Entró y cerró la puerta.
Estaba en una especie de sala de juegos con unos grandes ventanales que ofrecían una vista del jardín. En el extremo sur del recinto descansaba un fútbol de mesa. A su derecha una tabla de dardos estaba adosada en una columna de madera. Una vieja rockola y unos sillones se acomodaban contra las paredes. Lo curioso era que todos los muebles y el piso del ambiente estaban cubiertos por plástico transparente. Sin lugar a dudas el sitio o no era muy usado o había dejado de ser usado desde hacía tiempo. Pero eso de ponerle plásticos al piso... Bueno, la gente rica tiene sus rarezas, él mismo tenía las suyas.
La puerta por la que había entrado se abrió y, ¡oh, maravilla de maravillas!, la silueta de una mujer se dibujó en el umbral.
“Cool.”
Era ella. Tenía que ser ella. Además llevaba en la mano un paquete bastante delator. La silueta femenina cerró la puerta.
-Hola, soy Claudia.
Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla, muy cerca del labio, envolviéndolo con el aroma uno de esos perfumes que usan las hembritas de a de veras, embriagador, cautivante, seductor, excitante...
-Cool.
No se había equivocado, Claudia era una belleza que transpiraba sensualidad por cada uno de sus deliciosos poros. Le dieron ganas de poseerla sexualmente, de violarla (y no se iba a dejar, la putilla esa) sobre el piso cubierto de plástico, de besar cada centímetro de su piel, de llevarla a su casa, de llevarla al altar, de tener hijos con ella...
“¡Ya, demasiada huevada, ¿no?, ya está bien, estúpido!”
Luego de esta apresurada reflexión se dio cuenta de lo duro que tenía el pene y dio gracias a los ángeles que lo protegían por tener una camiseta lo suficientemente larga. Y sin embargo todo eso le parecía muy cool.
-Me dijo mi hermano que te llamas Claudio.
-Oh... Sí, Claudio, ese es mi nombre, ajá.
-Y yo me llamo Claudia, ¿qué raro, no?
-Cool.
-Ven –le cogió la mano, con mucha delicadeza, y lo llevó hacia la mesa de fulbito–, aquí está el planetario. Oye, ¿te gusta caminar sin zapatos? ¡A mí también!
-Sí, es fresco, es chévere.
“Sí, sí, empezamos bien con Claudita, muy bien.”
La chica depositó el paquete sobre el plástico que cubría a los jugadores de madera. Lo abrió con sumo cuidado y dejó expuesto el contenido. Después, pasando por detrás de Claudio y rozándole la espalda con unos senos que a este se le antojaron muy erectos (lo cual contribuyó a fortalecer su propia erección), se puso frente a él, al otro lado de la mesa y le regaló una encantadora y sexual sonrisa que únicamente podía decir...
“Tómame...”
-¿Qué dices?
“Hazme tuya”
-Eh... oh, yo… uhu…
-¿Estás bien?
Claudio, forzando un despeje mental inmediato, dejó de fantasear con la muchacha que tenía al frente y se concentró en la evaluación de la mercancía. El color era muy bueno, un verde vivo moteado por un el sugerente púrpura exactamente donde debía estar. El olor, ¡hum!, lo suficiente delator como para declarar a los cuatro vientos el pedigree invaluable de la cosecha. Y, ¡alabado sea el Señor!, inconfundibles colonias de hongos blancos apenas visibles cuyos efectos había experimentado con exquisito placer estonístico en varias pero contadas ocasiones. Hummm, planetaaario. Pero, claro, no todo podía quedar en apariencias y la catación de rigor era lo único que podía asegurar un veredicto inapelable.
-Bien, bien, se ve muy bien, uh, quisiera probar un poquito.
-Sí, está bien.
La chica se llevó la mano al bolsillo trasero del jean y sacó una de esas pipas que venden los artesanos en las calles. Esta tenía en el cazo la cara de un demonio sacando una lengua bífida roja y amarilla. Bueno, gusto no tenía la niña, “pero un culo riquísimo, eso sí”. Claudio tomó la pipa y la llenó con un poco de esa maravillosa y an buscada marihuana. ¿De dónde sería? Una vez que el cazo tuvo la cantidad necesaria sacó su encendedor.
-Bueno, a ver, pues.
-¿Sabes que todo tiene un precio? –Claudia cruzó los brazos y entornó los ojos
“¿...?”
-¿Perdón?
-Todo tiene un precio, ¿sabes?
-¿Precio? Sí, claro, cool, si esta cosa vale la pena pagaré lo que sea, Claudita.
A sus espaldas escuchó que la puerta se abría. Giró la cabeza y vio a Diego llevando en sus manos un azafate con varios vasos llenos de un líquido naranja. Sin decir palabra el niño puso el azafate sobre uno de los sillones y después se colocó al lado de su hermana, con los brazos cruzados y observando con severidad a Claudio.
-¿Sabes que todo tiene un precio? –le preguntó Diego.
-Sí, sí, ya le dije a tu hermana que iba a pagar, ¿okay?
-Todo tiene un precio, ¿sabes?
¿No había dicho la chica exactamente lo mismo?
-Oigan... ¿qué les pasa, eh? Yo les voy a pagar, miren –dejó la pipa encima del paquete con planetario, sacó su billetera y, abriéndola frente a los ojos de los hermanos, les enseñó el grueso contenido–, ¿cool?
-Tú no entiendes –le dijo Claudia–, ni tú ni los otros que hemos traído aquí, ninguno de ellos lo entendió, lo único que les interesa es fumar esta basura y malograrse el cerebro.
-¿De qué...? Claudita, esta no es ninguna basura, es marihuana de Pri-me-ra-Cla-se. Basura es lo que tengo en mi casa, ¡eso sí es basura!
-Tú no entiendes –le dijo entonces el chico–, nunca entienden, si solamente uno entendiera todo esto acabaría de una vez por todas.
Su turbada cabeza su turbó aún más, incapaz de entender el por qué de esas palabras. Pero su aturdido estado se convirtió en auténtico desconcierto cuando los dos hermanos, al mismo tiempo y como si de un ballet sincronizado se tratara, se persignaron, juntaron las manos y, eso le pareció, empezaron a recitar una plegaria silenciosa. Observándolos no supo qué pensar, aunque mucho tampoco podía, pero algo de gracia le causó la situación y por primera vez se preguntó en qué se había metido. ¿Acaso estaba con los chaladitos religiosos del barrio? La gente rica tiene costumbres raras, ¿no? Como ponerle plásticos al piso, ¿no?, para que no se ensucie el piso cuando lo pisan, ¿no?, pero, ¿quién está pisando el plástico del piso ahora, quién o quiénes ya que detrás de él se escucha un murmullo de pies pisando el plástico que está sobre el piso?
Cuando Claudio los vio sonrió con extrañeza y pronunció el último cool de su vida, pero fue un cool pronunciado en tono de pregunta, una pregunta que después que el primer golpe le destrozara la mandíbula quedó suspendida en el aire mientras se desataba una brutal paliza, propinada por diez chiquillos vestidos con overoles de plástico transparente que cubrían todo el cuerpo a excepción de las cabezas, diez chiquillos empuñando varas de hierro de cincuenta centímetros de largo afiladas en la punta, todos ellos amigos de Claudia y Diego, todos ellos más o menos de la misma edad, todos ellos disfrutando de cada uno de los inmisericordes golpes que poco a poco empezaron a romper huesos y a rasgar tejidos, que poco a poco empezaron a abrir heridas profundas de las cuales la sangre de Claudio brotaba sin cesar, a veces como un reguero, a veces como un chorro incontrolable, saltando por el aire, empapando a los infantes, manchando sus overoles, sus manos, sus rostros, sus ojos, sus bocas, sus dientes y hasta sus gargantas, ensuciando con rojos charcos el plástico sobre el piso, el plástico sobre la mesa de fulbito, y mancillando el precioso rostro de Claudia con algunas gotitas, muy finitas, que se agregaron a la lista de gotitas de sangre ajena que habían mancillado su rostro en otras ocasiones como esa en la cual el drogadicto de turno, el pastrulo maldito, el descarriado del barrio, el mal ejemplo para la sociedad, era sacrificado como Dios así lo mandaba pues todos los Claudios merecían el mismo castigo estremecedor por el cual este Claudio en particular estaba pasando, sufriendo, lavando sus culpas en un dolor indescriptible y en medio de un horror sin nombre al saberse a punto de morir a manos de unos niños despiadados mientras sentía claramente como las puntas de los hierros, oxidados además, penetraban en sus músculos, en su estómago, revolviendo sus entrañas para salir de nuevo y otra vez buscar un punto de dolor infinito, como el cráneo, lugar en el cual la sensación de dolor fue tal que el berrido que soltó congeló a los jóvenes verdugos sólo para acrecentar su ira y concluir con un sadismo digno del Infierno la tortura del fumón que había caminado descalzo por las elegantes calles de su elegante barrio en esa tarde preciosa y cuyo sufrimiento concluyó dos minutos y treinta y siete segundos después de iniciada la masacre cuando la misericordisa inconsciencia anuló la totalidad de sus sentidos veintiseis segundos antes de que la muerte coronase el último día de vida de Claudio.
-Amén –dijeron los hermanos al unísono, separando las manos y persignándose después.
En el suelo, sobre el charco sanguinolento encima del plástico, se adivinaba el cuerpo pulposo de un ser humano, una papilla con extremidades, tronco y cabeza, rodeado de otros cuerpos erguidos y ensangrentados que respiraban con agitación.
-Nunca entienden –dijo uno de los amiguitos de Diego.
-Es cierto, nunca entienden –secundó otro mientras miraba su vara enrojecida.
-Y creo que nunca van a entender –un tercero escupió sobre el cadáver de Claudio y se separó del grupo para ir a servirse uno de los vasos con refresco naranja que estaban en el azafate sobre el sillón.
-Ojalá entendieran, así no tendríamos que hacer esto –Claudia, contemplando lo que quedaba del cuerpo de un muchacho de veinticinco abriles, tenía entre sus manos el paquete con la marihuana, lo metió en una bolsa plástica y se lo dio a su hermano.
-Digo... no podríamos sólo dispararles una bala y ¡zás!, listo, es más limpio que toda esta cochinada –Diego se guardó el paquete con la marihuana en uno de sus bolsillos.
-¿Acaso tú limpias? –le preguntó Claudia.
-No, pero...
-Pero nada, así debe ser, así ha sido siempre. Y ahora quítense los plásticos y báñense antes de entrar en la piscina.
-¡Yeee! –gritó la chiquillería y empezaron a despojarse de los overoles.
-Y no se olviden de dejarme las varas en el baúl, ¿eh? ¡Carlitos!
Uno de los niños se volvió a medio desvestir y casi se cae sobre el cadáver de Claudio.
-¡Puajj! Por poquito... ¿Qué cosa?
-¿Quién sigue? –Claudia se estaba poniendo un overol como el de los niños, pero más grande.
-Este... –Carlitos se sacó una libreta del pantalón– es una chica que vive en La Ladera 176, esa casa estilo mediterráneo, se llama Patricia.
Patricia, sí, la conocía, una puta, una perra, una fumona, una pastrula.
-Encárgate de ella, que sea dentro... de un mes.
-Sí, Claudia, lo que tú digas –Carlitos terminó de sacarse el overol y salió detrás de sus amiguitos.
Patricia, claro, ya se cobraría algunas con ella, con esa perra de mierda que se acostaba con cualquiera que le ofreciera esa mierda que se metía en las narices, Patty, mejor dicho Putty, sí Putty, ya se viene, en un mes se viene, que se viene El Día De Patty.