miércoles, 8 de agosto de 2012

Rojo en el Cielo

 
   Esto me ha costado. Me ha costado por dos motivos. El primero: han pasado casi quince años desde  la última vez que escribí algo en lo cual estuviese involucrada la investigación necesaria para lo que se va a escribir, y la verdad es que (lo crean o no) había perdido todo el oficio. El segundo: en el proceso de investigación y redacción del texto han aflorado emociones y sentimientos que estuvieron ocultos por más de treinta y cinco años... Esta aventurilla literaria ha terminado siendo más de lo que hubiese querido y ha mutado en algo profundamente perturbador ya que, al hurgar en el pasado, lo que pudo quedar como el recuerdo marcado a fuego de un evento excepcional se ha convertido en una olla llena de más preguntas impropias e insolubles de las que hubiera deseado. Para mi pesar y el de los involucrados. De cualquier forma cumplo con informar que lo que van a leer, así como reza la publicidad de algunas películas, está basado en un hecho real. No invento. Lo pude haber escrito en forma de ensayo o de reportaje, pero eso ya no va mucho conmigo por lo que me he dado varias licencias literarias para que el texto fluya dentro del estilo de ficción. Pero salvo el aderezo todo corresponde a un evento que mi padre, mi hermano y yo vivimos en una noche de verano del año 1976. Qué joda...   









ROJO EN EL CIELO






  Tú no le creerás.
  A pesar de los escasos siete años que tendrás, a pesar de que a esa edad a cualquier niño le resultaría imposible no creer en eso, tú no le creerás.
  Lo peor de todo será que aunque la información vaya a venir del ídolo de tu existencia, es decir de tu padre, tú no le creerás.
  En realidad hasta entonces en ningún momento de tu vida habrás creído en eso.
  Creerás en duendes, en fantasmas, en el Ratón Pérez, en Papá Noel, en el Cielo, el Purgatorio y el Infierno. Pero… ¿en platillos voladores?
  ¡Por favor!
  ¿En extraterrestres?
  ¡Por el amor de Dios!
  Según tú solamente los ignorantes podrán creer en esas cuenteretas para asustar a los niños. Claro que tal opinión no la vas a compartir con tu padre. Pensarás que tu papá ha caído de lleno en el barril de los Tontos de Capirote, pero como lo amas y lo respetas te limitarás a seguir escuchando la narración delirante que frente a toda la familia el jefe de la misma estará exponiendo de manera muy excitada.
   “¡Y ahí se quedó, parado en el cielo! Todo quieto, sin moverse… tampoco giraba, sólo estaba quieto al frente de nosotros. Entonces, ja, ja, ja, Silvia me pide que le siga leyendo el cuento, y entonces no le respondí.”
  “Sí, no me respondiste, papito.”
  “¿Y qué iba a hacer con esa nave frente a nosotros? ¡¿Qué iba a hacer?! Sólo estaba parado, paralizado, mientras que su hermana me pedía que le siguiera contando el cuento, y yo miraba y miraba el platillo que estaba ahí, casi sobre nuestras cabezas…”
   Y blu-blu-blu bla-bla-bla y tu padre continuará dando detalles de la supuesta nave de otro planeta manejada por supuestos extraterrestres y blu-blu-blu bla-bla-bla y concluirá con la desaparición vertiginosa del platillo volante en dirección a los cerros de La Pradera.
  ¿Qué bicho le picará a tu padre? No estará mintiendo. Y no estará bromeando (a pesar de su conocida fama de ser, a veces, un bromista más que pesado). Su intención tampoco será crear una fantasía para asustar a los niños. ¿Entonces qué?
   Dentro de dos meses estarán viviendo en La Estancia. La zona en particular en la que tendrán la casa, un verdegal rodeado por cerros, no estará muy habitada. Los vecinos más inmediatos, los Otero, invitarán a tus padres a una cena a la semana de instalarse en la nueva vivienda. Al día siguiente tu padre, en el desayuno, te contará a ti y a tus tres hermanos (tu hermana menor apenas le entenderá pues entonces cumplirá un año y medio) los detalles de la cena (gente muy simpática, dos hijas muy bonitas, tres perros, cuatro gatos y dos loros, una piscina a la que estarán todos invitados cuando quieran, la casa muy bonita, el señor Otero es dentista y su esposa lo asiste) y concluirá la narración con la advertencia amistosa que a tus padres les hará el señor Otero: “Si por la noche ven luces raras en el cielo, no se preocupen, por aquí esos es bastante común, aquí los platillos voladores son como los aviones cerca de un aeropuerto.”
  Desde ese día tu padre estará hecho un obseso con el cielo.
  De noche saldrá al jardín y observará la negrura inundada de estrellas esperando ser testigo de un prodigio extraterráqueo.
  Pero durante mucho tiempo no verá nada.
  Y lo primero que verá después de tanta búsqueda (según él mismo) no será de noche sino de día, al atardecer, sentado con su hija en el gran jardín trasero de la casa mientras le lea un cuento de hadas: un disco del tamaño de un autobus, plateado, con paneles visibles a lo largo de su curvilínea estructura, sin ventanas, sin motores, solamente un plato volador metálico que permanecerá suspendido en el aire frente a él y a su desinteresada hija sin emitir sonido alguno.
  El hombre estará tan impresionado que luego logrará impresionar a toda la familia.
  Menos a ti.
  Serás condescendiente y mostrarás un rostro interesado en las palabras de tu padre, sin darle crédito alguno. Sin embargo estarás seguro de una cosa: que tu padre narrará un fenómeno que no podrá explicar y que interpretará de forma errónea a causa de su reciente obsesión con lo extraterrestre.
  Punto final.
  Por supuesto que no le vas a contar tan desafortunado incidente a ninguno de sus amiguitos del colegio. Pero darás por sentado que tu padre tomará el teléfono y llamará a toda su agenda.
  Qué vergüenza…
  Bueno, por lo menos no estarás involucrado en ese disparate.
  Pasarán los días y nuevos observadores fortuitos, habitantes de La Estancia, compartirán sus experiencias con la familia.
  Pasarán los días y tu hermano afirmará ver un globo azul que volará sobre los árboles; tu hermana menor señalará a veces al cielo, de día o de noche, y dirá incoherencias en medio de risas soñolientas; tu madre mirará de cuando en cuando, asustada, sobre su cabeza; tu otra hermana querrá que la acompañen a leer cuentos en el jardín para poder ver otra vez los platos en los que vuelan los malcianos; tu padre comprará unos binoculares y empezará a redactar un cuaderno de observaciones de OVNIs; tú estarás harto de tanta cojudez y rogarás a Dios para que tanta cojudez acabe de una buena vez por todas. Y gracias a La Virgen y a Todos Los Santos tanta cojudez decrecerá con el tiempo hasta que quede como una pequeña cojudez de la cual se hablará muy de cuando en vez. 
  Hasta que tú mismo empieces a ser parte de esa cojudez.
  Los duendes por supuesto que existen, sino ¿quién se lleva las medias de los pies izquierdos de tus cajones? Los fantasmas ni que negarlo, sino ¿cómo se explican las caricias nocturnas en la vieja hacienda que tiene tu tío abuelo en Cañete? Del Ratón Pérez nadie duda, sino ¿quién deja las monedas de oro debajo de las almohadas tras la caída de un diente? Papá Noel es un personaje de carne y hueso como lo eres tu, sino ¿quién lleva sobre los hombros la importantísima misión de premiar el comportamiento de las personas al final de cada año? Todos esos dogmas de fe absoluta, toda esa lógica demoledora que es parte incuestionable del mundo tal y como tu lo concibes, toda esa mamarrachería mental enquistada en tu cerebro, a lo cual se agregará tu negación del fenómeno de los objetos voladores no identificados, harán que no veas lo que de vez en cuando verán tus ojos.
  En realidad no querrás ver.
  La intachable Doctrina Del Mundo Real que gobernará tu vida hasta cierto dìa de ese año se portará como una venda tan oscura como la ceguera: se negará a ver esas singularidades que de cuando en vez captarán tus ojos, singularidades que sucederán de día o de noche, singularidades que otros observarán pero que rechazarás dentro de ti mismo sin siquiera escuchar a los testigos que verán lo que tu no desearás ver.
  Pero las singularidades persistirán.
  No serán pan de todos los días.
  Pero tampoco tendrán cuando acabar.
  Pasará el tiempo y esos eventos resultarán ser para ti una suerte de molestia similar a lo que podrían ser los zancudos en las noches de verano: algo que tendrás que ignorar para dormir (vivir) tranquilo. Será entonces, y sin darte cuenta, que tu sistema de creencias ya adolecerá de un quiebre pues aceptarás la existencia de las singularidades-zancudo pero para vivir (dormir) tranquilo optarás por ignorarlas. Vivirás en ese estado de pacífica condescendencia frente a los no identificados durante meses. Siempre que tu padre (quien se convertirá en todo un experto en el tema) te cuente algo que involucre aquello que tu sigas considerando una molestia con la cual hay que vivir le prestarás toda tu atención, pero una vez acabada la narración de turno decidirás olvidar, por tu propio bien mental, todo lo que escuches. Después de todo ya tendrás bastante con ver relámpagos imposibles cuando no haya ni una sola nube en el cielo, o escuchar sonidos indefinidos que parecerán provenir de cualquier parte, o sentir vibraciones que atraviesen tu cuerpo. Suficiente tendrás ya con esos zancudos como para agregarles los desvaríos de tu progenitor. Pero como todo sistema que se desborda por eventos que ponen en duda sus fundamentos tu propio sistema antisingularidades estará a punto de correr el mismo destino una calurosa noche de verano, un domingo por la noche en el que junto con tu hermano, tu madre y tu padre estén en el cuarto que momentaneamente se usará como espacio de juegos y sala de televisón. Estarán disfrutando del final del día viendo una película en blanco y negro de 1953. La película será “Babs: where is my wife?”, una comedia con Ferris Cullum, Susan Knight y Patty Young en donde dos amigas deciden darse unas vacaciones improvisadas en las (entonces) atractivas Islas Madden sin que el esposo de una de ellas se entere debidamente, a causa de una confusión, de las intenciones de su consorte, lo cual dará pie para una serie de circunstancias bastante ingenuas pero no por eso menos cómicas. La habitación en la que mirarán la película, como todos los ambientes de la casa, será grande, de techos altos (casi tres metros y medio en su punto más alto), con una ventana que ocupará la casi totalidad de uno de los lados del cuarto con la excepción de un muro de un metro de altura y una puerta al lado izquierdo de la ventana, puerta que conducirá a una parte del enorme jardín que rodea la casa. Los cuatro miembros de una familia de seis (las niñas estarán durmiendo en el dormitorio que compartirán) verán en la pantalla del televisor como Ferris Cullum irrumpie en la recepción del hotel Misionero, resbala con el piso húmedo de mármol que una enorme mujer estará fregando y choca con un desprevenido botones que esta llevando una montaña de maletas a cuestas. 2  minutos y 2 segundos después de esta escena hilarante se iniciará el avistamiento que, de una manera u otra, cambiará la vida de ese niño de siete años que se niega a creer en los seres extraterrestres.
  La hora: 20:45:13.
  Él rie a carcajada suelta por el desastre que Ferris Cullum causa en la recepción del hotel Misionero. El hombre que busca a su esposa de manera desesperada le da la mano al botones con el objeto de ayudarlo pero vuelve a resbalar y un nuevo desastre se genera cuando los dos resbalan en el mármol mojado y se estrellan contra la gigantesca mujer y ocasionan algo que la entretenida familia no puede ver pues la señal del televisor se convierte en estática visual y sonora por varios segundos. Su padre se levanta y se dirige hacia el aparato que ya lleva como quince segundos en esa situación. Cuando empieza a manipular la antena la señal regresa, primero el audio y después el video. El hombre se da la vuelta y regresa a sentarse en el cómodo sofá. Ferris Cullum está de pie dando explicaciones al encargado del hotel. Su madre comenta que no pierden mucho de la película. En ese momento empieza una tanda de comerciales. La mujer se levanta y pregunta si alguien quiere algo de tomar o comer pues va a la cocina. Sólo su hermano pide que le traiga algo frío de tomar y unas galletas. Ella sale y los dos niños saltan uno a cada lado de su padre.
  La gran ventana de la habitación, que tiene una de sus partes corredizas deslizada hacia la derecha, tiene las cortinas abiertas por completo para permitir que el recinto se ventile. Por esta ventana se parte del jardín, la pared del área de servicio de la casa y el cielo por completo despejado y estrellado. También se escucha el armonioso sonido que produce la fauna insectoide en el calor nocturno.
  20:47:15
  Los tres ven lo mismo: la totalidad del cielo nocturno se convierte por 5 segundos en un cielo diurno; pasan 3 segundos de oscuridad y el fenómeno se repite durante 6 segundos pero esta vez con un efecto similar al de las luces estroboscópicas para luego regresar a la normalidad; 7 segundos después el muro blanco que está frente a la ventana de la habitación se enciende primero con un color rojo, después con un color amarillo, le sigue con un color violeta y acaba con un color celeste.
  La mujer regresa a la habitación y ve a su esposo y a sus hijos con las cabezas dirigidas hacia la ventana. No prestan atención a la película en el televisor. Ella también mira en dirección a la ventana pero fuera de la pared y un cielo estrellado no ve nada inusual.
  “¿Ha pasado algo?”
  “¡Mamá! Tooooooodo el cielo se puso de colores, tooooooodo.”
  Su hermano grita la palabra “tooooooodo”, se levanta, extiende los brazos lo más que puede y abre los ojos todo lo que los músculos oculares se lo permiten. Su padre sigue mirando hacia afuera. Su madre, que lleva una bandeja con una botella de leche fría, tres vasos y un plato lleno de galletas de diferentes tipos, camina hacia la ventana y levanta la vista hacia la noche estrellada.
  Él deja de mirar hacia afuera y se concentra en la película que pasan por la televisión. No sabe qué es lo que ha visto. La noche se convierte en día y después se llena de colores. ¿Qué clase de fenómeno meteorológico es ese? Lima, la ciudad en la que viven, es una ciudad costera, y si bien La Estancia se ubica cerca de la línea de cerros que lleva a la cordillera los relámpagos, rayos, tormentas eléctricas y demás manifestaciones luminiscentes de la naturaleza no se dan en esa región del país. ¿Qué tipo de manifestación meteorológica es esa? Bueno, siempre pasan cosas raras con el clima, ¿no?
  “¿Todo? ¿Cómo que tooooooodo mi cielo?”
  Tooooooodo, mamita, el cielo se puso de muchos colores, muuuuuuuchos, sí.”
  Su padre deja de mirar hacia afuera y le dice a su madre que tal vez se trata de las luces de alguno de esos carros cuyos dueños les ponen una huchafería de faros auxiliares multicolores. Ella se sienta al lado de su hermano y le enseña lo que hay en la bandeja. El niño se sirve un poco de leche y unas galletas.
  Él mira sin mirar la película. Su madre le ofrece galletas pero las rechaza pues no le apetecen. Piensa en las luce pero no quiere pensar en las luces. Quiere ver la película. No quiere pensar en las luces. No puede concentrarse en la película.
  La desinteresada y absurda respuesta de su padre, el abanderado número uno de los platillos voladores en esa familia... su explicación sobre las luces es por demás de estúpida.
  No quiere pensar en las luces.
  Quiere ver la película. Solamente quiere ver la película…
  ¡Pero qué respuesta tan imbécil la de su padre…!
  No quiere pensar en las luces. Quiere ver la película.
  20:59:32
  Su hermano termina con casi todas las galletas y va por el segundo vaso de leche. Su padre y su madre, abrazados, ven la película, rien en su momento pero no cruzan palabra. Él mira la película sin mirar pues de vez en vez desvía los ojos hacia la ventana y observa el cielo lleno de estrellas. No hay fenómeno visible alguno. Mira la película sin mirar, está perdido en la trama, no sabe qué es lo que hace el protagonista montado en un biplano acrobático, desvía la mirada hacia el exterior. Nada.
  21:13:45
  Su madre se levanta y les dice a todos que se va a dormir. Su padre le da un beso en los labios, su hermano la abraza y es llenado de besos por ella. Cuando su madre lo abraza él se estremece, tiene ganas de pedirle que no se vaya, tiene ganas de decirle que se quede, tiene ganas de explicarle que… ¿Qué? ¿Qué es lo que le debe decir? Siente que le debe decir algo importante, siente que su madre se debe quedar con ellos. Pero no lo hace. Se limita a darle un abrazo y recibe sus besos, pero no le dice nada. Cuando la mujer sale de la estancia el hombre y los dos niños continuan viendo la película.
  21:15:58
  Su hermano se levanta y camina hacia la ventana. Se queda allí, con los brazos apoyados en el marco, la cabeza afuera, mirando el cielo. Su padre lo observa durante unos segundos, después regresa la vista hacia el televisor. Él quiere hacer lo mismo que su hermano, pero al mismo tiempo no quiere hacerlo. Ha perdido por completo la hilación de la película. La misma es solo una sucesión de imágenes grises sin significado alguno. Su padre suelta una carcajada y eso produce que salte sobre el mullido sofá. Recién se da cuenta de la tension en la que se encuentra sumido todo su cuerpo. Tiene los puños apretados. Su cuerpo está completamente rígido. La mandíbula está tan dura que falta poco para un quiebre de dientes. Su corazón palpita con tanta fuerza que siente como sus sienes se inflan y desinflan. No tiene idea de por qué le está pasando eso. O tal vez no quiere tenerla. Pero sabe que no debe moverse de allí. Sabe, de alguna manera lo sabe, sabe que debe quedarse allí, con su padre y con su hermano.
  21:21:21
  “Papá, ¿qué es eso?”
   La pregunta de su hermano carece de emoción alguna. Carece de todo interés por aquello a lo que hace referencia. Es una pregunta apática en todo sentido. Y sin embargo su corazón se detiene. Mira sin ver las imágenes en blanco y negro del televisor donde un actor cuyo nombre desconoce habla con una actriz cuyo nombre también desconoce. Durante 2 segundos un zumbido muy agudo inunda su cabeza. Después de ese par de segundos su corazón vuelve a funcionar. Su padre se levanta y camina hasta la ventana, se para al lado del pequeño que está ahí mirando hacia arriba.
   “Pues… no lo sé…”
   “¿No lo sé? ¿¡No lo sé…!? ¡Pero claro que lo sabes…!”
  Apenas murmulla las palabras, ni siquiera las escucha, y se da cuenta de que sí, que su padre sabe lo que es.
   Y, sí, él también lo sabe.
   A ambos los ve de espaldas, inmóviles, parados frente a la ventana, las cabezas hacia arriba, dirigidas hacia el cielo nocturno y estrellado donde hay, ahora, algo más. Se levanta y se pone al lado de su padre y mira hacia donde están mirando los otros y ve aquello que está ahí y entonces toda la aprehensión de la cual es presa desaparece y se siente por completo aliviado mientras observa el objeto que está afuera, al frente y casi por encima de ellos.
   Los tres están mudos y concentrados en lo que ven. Su hermano, sin desviar la mirada, va hacia la puerta que da al jardín, la abre y sale de la habitación. Su padre hace lo mismo. Ambos se detienen delante de la puerta sin dejar de mirar hacia arriba. Él también sale del cuarto y camina cuatro pasos por delante de los otros.
   La cosa es enorme.
   Un gigantesco disco envuelto por una luz roja.
   Algo descomunal y por completo fuera de toda lógica si además se tiene en cuenta que la cosa no se mueve.
   Simplemente está allí, detenida en el aire, un cuerpo discoidal cubierto por una luz roja que, ahora se da cuenta, no ilumina aquello que está cerca al objeto. Al menos eso parece pues las copas de los eucaliptos aledaños no se ven teñidas por luz roja alguna.
   Su padre y su hermano se acercan a él, en silencio. Él mira a su padre. En su rostro hay una seriedad inusual. Su hermano en cambio tiene una ligera sonrisa en el rostro.
   “¿Han notado de que no se escucha nada de nada?”
   Su padre habla con un tono neutro y lleva sus manos a los hombros de sus hijos. Él se da cuenta de que es cierto, no se escucha nada, pero absolutamente nada de nada. A esas horas los insectos estallan en sus chácharas particulares, algunas aves nocturnas se dejan oír y el murmullo de los autos que circulan por la alejada carretera se escucha con facilidad. En ese momento el silencio es total. Ni siquiera escuchan el ocasional ladrido de un perro guardián de los que tanto abundan en la zona.
   “Papá, ¿es una nave espacial?”
   “Supongo que sí.”
   “¿Y por qué no se mueve?”
   “No lo sé.”
   21:29:59
   El disco envuelto en una luz rojiza se mueve.
   Avanza con lentitud.
   Avanza con la lentitud de una tortuga.
   Ahora el enorme platillo rojo avanza hacia ellos a la velocidad de un quelonio haciendo su máximo esfuerzo por llegar a alguna parte.
   Los tres permanecen quietos mirando el imposible objeto que, ahora él esta seguro de eso, no es otra cosa que una nave extraterrestre.
   El disco rojo es lo único que se mueve. Ni viento que mueva las hojas de los árboles, ni insectos nocturnos voladores, ni aves trasnochadoras, ni murciélagos en busca de comida ni nada de nada salvo la tremenda máquina (porque debe ser una máquina) que, además, lo hace en el más absoluto de los silencios, detalle que hace que todo ese disparate de Encuentros Cercanos que está sucediendo frente a ellos sea aún más sobrecogedor cuando él se da cuenta, recién ahora, de la ausencia de sonido alguno producido por un armatoste de tamañas dimensiones. Y se convierte en algo más perturbador aún cuando advierte que sus oídos no solamente no están percibiendo onda sonora alguna en ese momento sino que ni siquiera perciben ese leve zumbido que se siente cuando no existe algo que escuchar en el ambiente. Piensa que eso es como estar sordo ya que está experimentando, y supone que su padre y su hermano también, la ausencia total de estímulos auditivos. Eso le produce la primera sensación desde que ve la nave roja en el cielo nocturno frente a él: auténtico asombro.
   El enorme plato rojizo ha llegado casi hasta el límite del terreno de su casa. Puede decirse que la parte más cercana de la circunferencia del objeto se encuentra a diez metros del cerco vivo de la casa. Desde donde están los tres ven ahora la parte inferior de la nave. Al igual que todo lo demás es una superficie roja y brillante sin detalle alguno que se pueda adivinar. Ni escotillas, ni puertas, ni pozos de tren de aterrizaje, ni remaches, ni juntas de paneles, nada.
   21:34:46
   La nave se detiene. No nota una desaceleración en el avance, la nave simplemente se detiene a unos cinco metros del cerco de su casa.
   “¿Y ahora qué papito?”
   “Pues… no lo sé.”
   Las voces de su padre y su hermano suenan por completo desapasionadas frente a lo que están viendo y viviendo. Él se separa de ellos y avanza hacia el cerco vivo pues, a pesar de tener el objeto prácticamente sobre su cabeza, quiere verlo más de cerca. Ni su padre ni su hermano le dicen algo o hacen el intento para detenerlo pues lo siguen sin quitar la mirada del rojizo aparato.
   21:37:39
   El plato volador vuelve a moverse. Como cuando se detiene esta vez no se ve algo semejante a una aceleración. La cosa sale de su estado de inercia y retoma la velocidad de tortuga de manera inmediata. Además de esto la nave se está desplazando ya no hacia ellos sino en sentido paralelo al cerco vivo de la casa, en ningún momento ven un giro o cambio de dirección, simplemente ahora se dirige hacia otro lado, hacia la alejada carretera.
   No muchos años más tarde, con conocimientos científicos adquiridos en el colegio, se da cuenta de que, por lo menos bajo las leyes de la física que le enseñan, los movimientos de la nave extraterrestre en cuestión son por completo imposibles.
   21:41:13
   En ese momento desaparece el estado de estupor en el que se encuentra. Se da perfecta cuenta de lo que está viendo y viviendo. Voltea para decirle algo a su padre, quiere decirle que tiene razón, que tiene razón acerca de los extraterrestres, los OVNIs y todas esas cosas, quiere decirle que lamenta haber dudado de sus palabras… pero no le dice nada pues el hombre, lo mismo que el niño que está a su lado, mira embobado el cienciaficcionesco espectáculo, el rostro transfigurado y sonriente. En verdad en ese momento ambos tienen la apariencia de un par de completos imbéciles. Y en vez de decirle todas las cosas que quiere decirle grita, sin saber por qué, una sola palabra.
   “¡Despierten!”
   Pero ellos ni se inmutan.
   “¡Papá, Diego, despierten!”
   Su padre despega la mirada del objeto que sigue desplazándose con infinita paciencia al lado de la casa, lo mira, le sonríe de una manera bastante infantil.
   “Es hermoso, esto es hermoso hijo.”
   El rostro transfigurado y la forma tan ajena a su voz en que su padre pronuncia esas palabras le produce la impresión de que está ido por completo.
   21:43:39
   Siente miedo.
   Auténtico miedo.
   “Mamá…”
   Ella está durmiendo, se ha retirado a su dormitorio mucho antes del inicio de toda esa locura. Sin pensarlo entra a la casa por donde ha salido, sale de la habitación del televisor, corre por el pasillo que lleva a los cuartos, entra en la alcoba de sus padres, prende las luces principales, va hasta la cama en donde su madre está durmiendo y, sin suavidad alguna, la empieza a sacudir por los hombros. En realidad la sacude con una desesperación a la que poco le falta para convertirse en auténtica violencia.
   Pero la mujer no despierta.
   Él se detiene. El miedo empieza a crecer.
   Quiere decir la palabra mamá. En realidad quiere gritar la palabra mamá pero lo único que logra es balbucearla con torpeza y a un volumen apenas audible, incluso para él mismo. Los ojos empiezan a llenársele de lágrimas mientras que su estómago se encoge con dolorosa rapidez. De nuevo sacude el cuerpo de su madre, esta vez con más fuerza, logra articular la palabra mamá pero la pronuncia como si tuviera una fuerte laringitis.
   La mujer sigue durmiendo.
   Y empieza a roncar.
   Con fuerza.
   Dos lagrimones corren por sus mejillas y suelta a su madre, quien no deja de roncar cuando se da la vuelta y le da la espalda.
   Se queda parado frente a ella, sin saber qué hacer, sabe que lo que está pasando con ella es algo fuera de lo común, definitivamente eso no es normal, como no es normal que una nave extraterrestre se esté paseando al lado de su casa mientras su padre y su hermano la observan como un par de… un par de idiotas, lo cual, ciertamente, tampoco tiene nada de normal, y aparentemente el único que mantiene, al menos por el momento, algo de normalidad es él.
   Si su madre está en ese estado, piensa, es porque algo le están haciendo.
  ¿Quiénes…?
  Pues los malditos extraterrestres que están en la maldita nave extraterrestre que está afuera.
  Y si su padre y su hermano están actuando como un par de débiles mentales pues es también porque algo les están haciendo.
   Se vuelve hacia la puerta del dormitorio y se le ocurre que tal vez su hermano y su padre están en peligro.
   Vuelve a mirar a su roncuda progenitora pero se da cuenta, lo sabe con certeza, que es inútil tratar de despertarla. Así que abandona la habitación, corre por el pasillo hasta el cuarto de la televisión y sale al jardín.
   21:48:03
   Su padre y su hermano no están allí.
   La nave roja está avanzando al lado y un poco por encima de la casa, pero su padre y su hermano no están allí.
   “Diosito lindo no, no por favor…”
   El miedo esta vez se apodera por completo de él: la boca se le seca de manera instantánea, las rodillas le tiemblan, el corazón se detiene por unos segundos, vuelve a latir de manera dolorosa, siente frío en todo el cuerpo, un tremendo peso lo empieza a oprimir contra el suelo.
   21:48:50
   Aparece un extraterrestre.
   Es incapaz de evitar un grito que no se escucha pues el aire no sale de sus pulmones, tiene la seca boca abierta a todo lo que esta da, sus ojos se salen de las órbitas, la sangre desaparece de su rostro, las piernas no le obedecen para emprender la huida, es pánico, ya no es solamente miedo sino auténtico pánico lo que lo invade.
   “¿Qué haces ahí? Vamos, ven con nosotros.”
   El extraterrestre habla muy bajito, extiende su mano hacia él y le hace señas para que lo siga, después le da la espalda, camina hacia la esquina del muro externo del cuarto de la televisión y desaparece.
   Un momento… ¿extraterrestre?
   Ese ser de baja estatura vestido con un piyama amarillo y azul es su hermano menor, no un extraterrestre.
   ¡Imbééééécil!
   Un suspiro de alivio es seguido por el ajuste inmediato de su desajustado cuerpo, excepto la sequedad bucal. Camina siguiendo a su hermano. Al doblar la esquina ve que su padre y su hermano, que no despegan la vista del enorme aparato, avanzan con la misma lentitud con la que avanza el disco rojizo que ahora prácticamente está sobre sus cabezas. Él se une al hombre y al niño, coge la mano de su padre, quien baja la cabeza, lo mira (ya no tiene en el rostro esa expresión de mongoloide embobado) asiente, le coge la mano a su otro hijo y vuelve a mirar hacia el rojo artefacto de origen y tecnología desconocidos.
   Caminan tomados de las manos por un pasadizo de gras con una vereda de piedras entre el cerco vivo que limita la propiedad de la casa y uno de los muros de la misma. El objeto volador se mueve por encima de ellos, ha cambiado de dirección de manera imperceptible. Parte de la enorme circunferencia está ahora fuera de la vista del trío pues la estructura de la casa, hacia el lado derecho de ellos, evita que sea visible. El pasillo lleva hacia la zona de los estacionamientos. Siguen caminando, sin bajar la cabeza. De nuevo el objeto cambia de dirección, regresa al rumbo anterior, pasados varios segundos pueden ver otra vez la totalidad de la nave. Él, calmado ya por completo gracias a la seguridad de la mano paterna, se esfuerza por distinguir algún detalle en el objeto. Pero es imposible. Es un disco con una superficie que destella una luz roja que no ilumina y que no muestra más que eso, un todo rojizo que…
   (…):(…):(…)
   …ya no está allí.
   Que ya no está donde debe estar.
   Ya-no-está-en-el-cielo.
   No es visible.
   No lo ven.
   No asciende a una velocidad vertiginosa, no se desplaza en dirección alguna con la rapidez del rayo, no desciende de forma abrupta en el terreno vacío que está al lado de su casa: el enorme platillo volador de roja luminiscencia simplemente desaparece.
   Desaparece en menos tiempo de lo que toma un pestañeo: está y luego no está, así de imposible. Y, al desaparecer, la noche vuelve a la normalidad. Los insectos se hacen escuchar, una lechuza emprende el vuelo, algunos murciélagos la siguen, uno que otro perro ladra dos o tres veces, la brisa nocturna mueve con suavidad las hojas de los árboles, el murmullo de la carretera se escucha otra vez, sus oídos vuelven a escuchar el estado normal de una noche normal de verano en La Estancia.
   Los tres permanecen quietos por varios segundos. Su padre camina hasta quedar parado en medio del estacionamiento y al lado del Datsun BlueBird de la familia. El hombre se lleva las manos a la cintura y empieza a mirar en todas direcciones. Él y su hermano hacen lo mismo mientras caminan hacia el estacionamiento. El enorme platillo volador de color rojizo no se ve por lado alguno. Claro, es evidente, lo que desaparece no puede ser hallado. ¿Pero cómo es que algo así sucede? Tiene los conocimientos elementales que un niño de siete años tiene acerca de la física, pero incluso así se le hace inconcebible pensar en la capacidad de evaporación inmediata de un objeto cualquiera, y menos de un armatoste tan grande como esa enorme nave roja. Aunque, bueno, es un platillo volador, ¿no?, es algo que viene de otro planeta, ¿no?, y esas cosas sabe Dios qué tipo de tecnología tienen, ¿no?, por lo tanto es bastante posible que desaparezca, ¿no?
   ¿O no es así de sencillo?
   Los tres pasan varios minutos observando el cielo. Los tres pasan varios minutos pensando cada cual y a su manera en el evento. Cada uno pasa varios minutos absorto en sí mismo sin percatarse de los otros dos. Cada uno trata de razonar en silencio la inusual y extraordinaria experiencia de esa noche.
   “Vamos, es tarde, vamos a dormir.”
   Las palabras de su padre lo sacan de sus pensamientos. El hombre los mira y los toma de la mano.
   “Vamos a dormir.”
   Caminan de regreso al cuarto de la televisión.
   Ninguno habla.
   Ninguno vuelve la mirada.
   Ninguno levanta la vista.
   El hombre los hace pasar a la habitación, donde el televisor está apagado, empujándolos suavemente. Cierra la puerta, le pone llave, cierra la ventana, apaga la luz de la estancia, lleva a sus hijos al dormitorio que estos comparten, enciende la luz de la lámpara y se sienta en la cama del hijo menor el cual se mete debajo del cubrecama. Él también se arropa en su cama mientras piensa en el platillo rojo. Sabe que su hermano hace lo mismo, y sabe que su padre también lo está haciendo a pesar de estar mirando con atención como ellos se preparan para dormir. Él se siente tranquilo. Más que tranquilo, se siente completamente relajado, algo confundido pero nada más. Sabe que su padre y su hermano están en el mismo estado que él.
   Los tres.
   En silencio. En calma. Conectados de alguna forma.
   Lo percibe con claridad.
   Unidos en un estado de comunión tal que es capaz de sentir los pensamientos y sentimientos que experimentan su padre y su hermano y sabe que ellos también sienten lo mismo y sabe que ellos saben que él sabe.
   Y los tres, sin decir palabra, sin hacer gesto alguno, cruzan información sobre el avistamiento de esa noche y sacan una conclusión perturbadora gracias a la facultad momentánea que poseen de poder entrar en la mente de los otros, gracias a lo que en ese momento observan dentro de sí mismos: no es que la nave desaparece, son ellos los que aparecen cuando la nave roja ya no está al lado de su casa desplazándose en el cielo nocturno.
   Al comprender esto se miran durante varios segundos al tiempo que sigue la comunicación no verbal entre sus mentes, saben que hay algo más en el acontecimiento de esa noche, saben que hay algo más que exige una respuesta.
   Y la conclusión siguiente a la primera conclusión los deja perplejos.
   No asustados, como se puede esperar en este caso particular, pero sí por completo estupefactos.
   “Buenas noches papá.”
   Su hermano le da un beso en la mejilla al hombre y se mete debajo del cubrecama.
   “Buenas noches hijito.”
   “Buenas noches papá.”
   Su padre se levanta de la cama de su hermano, se le acerca y le da un beso en la frente.
   “Buenas noches.”
   “Papá… ¿entonces…?”
   “Mañana, mañana hablamos, ya es tarde.”
   “Sí papá.”
   Su padre apaga la luz de la lámpara y sale del dormitorio, cuya puerta deja abierta.
   “Oye, ¿de verdad…?”
   “Shhh, no pienses, mañana hablamos.”
   “Está bien. Buenas noches.”
   “Buenas noches hermanito.”
   (…)+35:(…)+15:(…)+39
   Su sueño es profundo y tranquilo. Sabe que igual es el sueño de su hermano y el de su padre, incluso sabe que su madre y sus hermanitas duermen con una paz absoluta. La comunión mental, en toda la familia, es completa esa noche. Y se duerme recordando todo lo que han vivido en esa noche, todo, y pensando que al día siguiente contará ese todo a su madre y sus hermanas.
  Durante el desayuno dos de las tres mujeres de la familia (para la menor de la familia el asunto carece de interés ya que mucho no entiende y se concentra en jugar con el cereal que tiene en el plato) escuchan boquiabiertas y sin probar bocado la narración de los tres hombres de la familia. Ellos hablan casi a trompicones, se interrumpen una y otra vez, se corrigen, agregan datos, uno empieza por el final de la historia, otro lo hace por el inicio, el otro lo hace por el medio y la narración del acontecimiento es un galimatías incomprensible gracias además a la incapacidad que tienen los tres en ese momento de controlar el volumen de la voz y las gesticulaciones propias de cada uno lo cual hace pensar a madre e hija que padre e hijos, en suma, han perdido por completo la chaveta. Razón esta por la cual, y no por la naturaleza fantástica de la historia, que escuchan boquiabiertas y sin probar bocado. Cuando acaban de contar su encuentro cercano de primera fase, si es que tal cosa en medio de tanto desorden narrativo verbal es posible, se hace un silencio absoluto.
   Todos se miran los rostros sin decir palabra.
   “Papito, ¿y por qué no me despertaste para ver el platillo volador?”
   “Es que… pues, no lo sé. No se me ocurrió.”
   “¿Y por qué no me despertaron a mi?”
   “Pero mamá, yo fui a tu cuarto y te sacudí y te sacudí y tu nada, no te despertabas, si te lo acabo de decir. ¡Hasta te pusiste a roncar!”
   “Mamita, ¿tu roncas?”
   “No, mi amor, no ronco. Por eso es que no te creo, ni ronco ni tengo sueño pesado, si me hubieras hablado me habría despertado.”
   “Pero es verdad, mamá.”
   “Es cierto, él en un momento desapareció…”
   “¡Y yo lo fui a buscar!”
   “Sí, y después regresó.”
   “Es verdad, mamá, entré a la casa y fui a tu cuarto, pero por más que movía no despertabas.”
   “¿Me hablaste?”
   “Eh… no podía, me asusté mucho, no me salían las palabras.”
   “Eres un miedica, eres un miedica…”
   “¡Cállate ya!”
   “Ya, está bien, no le grites a tu hermana, calma. Es verdad, estamos diciendo la verdad, eso fue lo que pasó, los niños y yo vimos algo fabuloso. ¡Pero si estaba sobre la casa!”
   Y vuelta a empezar la atolondrada narración. Sólo que esta vez las dos mujeres toman sus alimentos sin decir palabra alguna y la menor de las hijas mira a su padre y hermanos y sonríe sin dejar de aplastar el cereal. Los tres hombres rompen todos los moldes de comportamiento en una mesa y hablan y se mueven y gritan y comen y farfullan al mismo tiempo. Cuando no tienen más que agregar siguen comiendo y de nuevo el silencio reina en la mesa del desayuno.
   “Y entonces, ¿qué pasó después?”
   “Nos fuimos a dormir.”
   Madre e hija miran a sus parientes como si estuvieran mirando a un trio de desconocidos, cruzan las miradas, cruzan los brazos, se recuestan en sus sillas al mismo tiempo como si fuera un movimiento ensayado.
   “¿Se fueron a dormir?”
   “Sí.”
   “Así nomás se fueron a dormir.”
   “Pues… sí, así nomás.”
   “¿Y no… no hicieron algo, no hablaron sobre lo que vieron, no… no permanecieron despiertos más tiempo? Porque si a mi me hubiera pasado algo así ni hubiera dormido, los hubiera despertado a todos y tal vez hasta habría llorado y habría llamado a mi mamá y mis hermanas o, no sé, no me hubiera ido a dormir.”
   “Yo hubiese hecho lo mismo mamita.”
   “Sí, princesa. ¿Se fueron a dormir?”
   “Entonces no nos crees.”
   “No, no es eso, es solamente que me parece raro que después de haber visto lo que dicen que vieron solamente se hayan dormido, sin más, así como si nada, digo.”
   Padre e hijos miran a la mujer en silencio. Después se miran entre si, se comunican con gestos y usando las manos, realizan un diálogo silencioso de unos segundos después del cual el padre vuelve a afirmar lo antes afirmado.
   “Nos fuimos a dormir.”
   “Bien, bien, bien, este sí que es un misterio misterioso.”
   “No es ningún misterio, mujer, eso es exactamente lo que pasó, llevé a los niños a sus camas, se metieron, me despedí de ellos, no conversamos, no nos dijimos nada y simplemente nos dormimos .”
   “Si tú lo dices.”
   “Yo también lo digo, mamá, nos fuimos a dormir.”
   “Sí, claro, ¿y tú, Luchín, qué dices?”
   “Pues eso, estábamos viendo la película, tú te fuiste, y vimos antes las luces que te contamos, pero tú después te fuiste, y después seguimos viendo la película y después Diego vio el platillo y salimos y después yo entré a buscarte pero estaba con miedo y no despertabas y después volví a salir y creí que había un marciano pero era él y después seguimos viendo el platillo y después el platillo desapareció y después regresamos y papito cerró la puerta y la ventana y apagó la luz y nos llevó a nuestro cuarto y nos acostamos y papito se fue contigo y…”   
   “¿Y quién apagó el teleyisor?”
   La pregunta de la pequeña Silvia interrumpe la atropellada y comprimida tercera narración de los hechos que hace su hermano mayor y trae un nuevo silencio al inusual desayuno. La niña hace la pregunta con la mirada puesta en el plato donde con sus manitas unta con mantequilla un enorme pan francés.
   “¿Qué dijiste?”
   Sigue untando el pan con gran concentración.
   “¿Quién apagó el televisor, pues?”
   ¿Cuál es el sentido de esa pregunta? ¿Existe alguno? ¿Acaso tiene alguna importancia? ¿Es algo a tener en consideración…?
   El estómago se le encoge.
   “¿Quién pagó el televisor papito?”
   “Yo, pues… No lo sé, es solamente que… que… No sé, creo que nadie apagó el televisor, eh, no sé, eso no puede ser, supongo que fui yo.”
   Una punzada en la base del cráneo se extiende por toda su columna vertebral y le produce un escalofrío que hace que su cuerpo entero tiemble por 3 segundos. De pronto una luz de comprensión, así lo percibe, se extiende por toda su mente y empieza a percatarse de cosas difusas, lejanas, oscuras, ajenas, olvidadas, y toda su piel adquiere una temperatura inferior de manera repentina y a pesar de tener la boca por completo seca siente la necesidad imperiosa de decirle a toda su familia algo muy importante pero no sabe exactamente qué es eso tan importante.
   “Papá, espera, escucha, tú apagaste la luz del cuarto de televisión y cerraste la puerta del jardín, y la ventana… pero no apagaste el televisor, y Diego tampoco, y yo tampoco, el televisor ya estaba apagado.”
   “¡Es verdad papá yo no lo hice!”
   “Bueno, yo no me acuerdo, pero uno de nosotros debió…”
   La cabeza empieza a darle vueltas y sin darse cuenta levanta un poco la voz.
   “¡No, no, no, papá, ya estaba apagado, ya estaba apagado cuando nosotros entramos!”
   “Luchín, ya, no es para tanto, baja la voz.”
   La vista se le empieza a nublar.
   “De repente mamita lo hizo, ¿no mamita?”
   “No, princesa, si tu hermano dice que yo estaba dormida y roncando no pude haber apagado el televisor, ¿no es cierto hijito?”
   “¿Entonces quién apagó la televisión, el malciano?”
   Y en ese momento lo recuerda.
   En ese momento lo recuerda todo.
   En ese instante recuerda el todo.
   Son las palabras de su hermana las que abren un mecanismo de cierre que hasta ese momento se comporta a la perfección. El recuerdo de absolutamente todo se dispara sin misericordia dentro de su cerebro y le provoca, además de lo que físicamente ya sufre, un dolor de tal magnitud y tan penetrante sobre el entrecejo que se lleva las manos a la frente, se la aprieta con fuerza, gruesas lágrimas salen de sus ojos de manera incontrolada, abre la boca para gritar pero no puede hacerlo por el horror que le provocan las sucesivas imágenes que aparecen en vertiginosa pero para su desgracia comprensible sucesión dentro de su cabeza durante un espacio de tiempo imposible de mensurar hasta que todo se pone negro y un estallido sonoro y luminoso al mismo tiempo seguidos por un lacerante ¡crak! me hunden en una helada oscuridad como nunca antes pude haber imaginado, oscuridad de la cual, según mis padres, salí varias horas después de haberles provocado un susto de muerte a ellos y a mis hermanos.
   Me había desmayado en la mesa y estuve inconsciente durante algo más de ciento ochenta minutos.
   Mi cerebro se apagó y no se volvió a encender después de unas tres horas.
  Ahora pienso que más bien fui yo mismo quien lo apagó, de alguna manera voluntaria, ante el todo que en ese momento estaba recordando.
  Un todo que además logré encerrar con éxito durante el tiempo que estaba dormido en algún recoveco oscuro de mi materia gris.
  Encerrar, pero no desechar.
  Es una desgracia, tal vez, que la información almacenada en cualquier parte que sea de nuestros crebros sea imposible de ser eliminada.
  Ese todo permaneció guardado hasta que se me dio por poner en palabras escritas una experiencia que, en el peor de los casos, hubiera calificado de extraña ya que en ningún momento había guardado alguna sensación negativa por lo que mi padre mi hermano y yo vimos esa noche. De hecho era el recuerdo más impresionante que tenía no solamente de mi niñez sino de mi vida entera… en realidad, fuera de todo lo que sé hoy, sigue siendo el recuerdo más espectacular que tengo de mi existencia hasta la fecha. Pero ahora el aura de magia y fantasía que siempre acompañó este recuerdo (aura similar al ambiente creado en “Encuntros Cercanos del tercer Tipo”) se ha opacado por completo y ha mutado en una neblina oscura que me produce una sensación de profunda angustia, que supongo corresponde a esa parte “olvidada” que ninguno de los tres recordaba, o más bien que los tres quisimos enterrar y que para mi pesar fue liberada de su encierro, de manera consciente o no, de manera voluntaria o no.
  Tal vez ni siquiera yo mismo fui el responsable de esa liberación.
  Esta aventurilla literaria ha terminado siendo más de lo que hubiese esperado pues al hurgar en el pasado lo que pudo quedar como el recuerdo marcado a fuego de un evento excepcional se ha convertido en una olla llena de más preguntas impropias e insolubles de las que hubiera deseado.    Para mi pesar y el de los involucrados. Mi hermano tiene un año menos que yo. Mi padre tiene treinta y siete años más que yo. Yo tengo cuarenta y tres. Creo que el viejo es el que más impactado ha quedado después de horas y horas de conversaciones acerca de nuestro encuentro esa noche, supongo que por la edad que tiene y por su visión muy particular acerca de la fenomenología OVNI, y ha decidido olvidar todo el asunto pidiéndome además que no vuelva a tocar el tema en lo que le resta de vida. Mi hermano se lo ha tomado con deportividad: lo que nos pasó nos pasó y no hay necesidad de lamentarse, ahora sabemos más de lo que queríamos pero así es la vida y no hay por qué torturarse con recuerdos de actividades extrahumanas cuyos fines no nos interesan ya que la vida, simplemente, continúa, y no está dispuesto a profundizar en el asunto más de lo que ya hizo. Actitud comprensible y que quisiera adoptar.
   Pero no puedo.
   No puedo porque el todo aún no está por completo claro.
   Ese todo, ese conjunto de recuerdos almacenados en nuestros bancos de memoria cerebrales está, por así decirlo, tapado por una cortina no muy traslúcida que no permite ver con claridad el conjunto absoluto de la información, aunque la cortina en sí tiene varias rasgaduras por las cuales hemos podido ver y comprender algunas cosas, cosas que nos han sorprendido y asustado, pero han sido sólo imágenes, algunas muy rápidas y otras más lentas, que nos han permitido hacernos una vaga idea de lo que realmente pasó en ese tiempo perdido cuando pensamos que la nave roja que estaba sobre nuestras cabezas había desaparecido. Comprendí algunas cosas, pero no entiendo un puto carajo del todo, no logro enlazar y construir un conjunto comprensible y articulado de lo que nos pasó, de lo que me pasó, y eso me frustra, me frustra no saber, me molesta muchísimo no poder saber. Podrán pensar que esto ya es una majadería (o algunos de ustedes pensarán que esto no es más que una tomadura de pelo, algo que no es así) y que mejor es dejarlo allí, total, lo pasado pasado es y si no se puede cambiar mejor no hacerse bilis y si ese pasado es causante de emociones negativas para que seguir hurgando en el. ¿Para qué?
   Eso, en palabras escritas, suena lógico. Suena saludable.
   Yo no puedo hacer algo así.
   No hay forma.
   Si la curiosidad mató al gato créanme que yo ya tengo de regalo más de las siete vidas correspondientes (y estoy escribiendo en casi en metáfora). Una de mis grandes debilidades es la curiosidad, me gusta saber, me encanta saber, en realidad me fascina conocer a fondo aquello que me interesa, que me inquieta o que me perturba (debilidad que me ha causado y que, asumo, me seguirá causando muchos problemas). Y, bueno, en este caso particular… pues estoy en grandes dificultades.
   Necesito saber todo.   
   No voy a maldecir el día en el que con inocencia absoluta me aventé a escribir sobre el avistamento de un vehículo perteneciente a otro mundo que se desplazaba a velocidad de tortuga sobre mi casa de La Estancia. Algo así sería una completa pérdida de energía mental.
   Pero de verdad quisiera que ese día no hubiera existido.
   De ahora en adelante, y hasta que no resuelva este mal hallado tinglado, voy a estar pensando continuamente en lo que está encerrado en el todo que permanece en tremenda parte oculto para mí. Me conozco, va a ser así. No hay forma de evitarlo. No voy a poder hacerlo. Tal vez así pueda explicarme de una vez por todas por qué casi siempre que paso por el arco de seguridad de los aeropuertos habiéndome sacado todo metal del cuerpo el pitido nunca cesa (cosa que no sucede con los detectores portátiles que usa el personal de seguridad). Tal vez así pueda explicarme por qué los murciélagos han salido espantados cuando he entrado a alguna cueva para hacer fotos de estos mamíferos (de hecho no lo he vuelto a hacer desde la tercera vez que sucedió). Tal vez así pueda explicarme por qué a veces los bombillos eléctricos se echan a perder cuando los estoy enroscando en una lámpara (cosa curiosa que no sucede con los bombillos ahorradores). ¿Tal vez así pueda explicar por qué los gatos desconocidos se me echan encima y ronronean sin parar mientras que lamen mis manos (esta sería una “consecuencia” bastante agradable y de la que no tendría por qué quejarme)? Tal vez, tal vez y otros tantos tal vez. Sí, son muchos, de los cuales no me había preocupado y a los que tenía por extravagantes curiosidades. Pero ahora pienso que guardan una relación con el todo (ni mi padre ni mi hermano han manifestado o manifiestan algún tipo de “curiosidad” similar, o por lo menos no me lo han querido decir). Muchos “tal vez” que exigen respuestas. Mi hermana me ha sugerido que me someta a hipnosis regresiva. No pienso que sea una mala idea. De hecho me podría ayudar a solucionar el oscuro acertijo. Y lo quiero hacer, mi casi suicida deseo de saber me va a llevar a ese o a otro método de excavación en el inconsciente tarde o temprano…
   ¿Lo quiero hacer?
   Tengo miedo.
   Tengo mucho miedo.
   Por primera vez en mi vida tengo miedo de conocer algo.
   Tengo miedo de saber qué es lo que en realidad me sucedió dentro de esa nave (y lo que le sucedió a mi padre y a mi hermano) cuando tenía apenas siete años de edad.
   Siete años… la edad que tiene mi hijo actualmente. Al tener conciencia de esto, al darme cuenta de cómo es que es mi hijito y por extensión cómo es que es un niñito o niñita de siete años de edad es por dentro, poseedores de esa hermosa inocencia infantil de los pocos años vividos,  y  al asimilar que cuando pasó lo que pasó yo tenía siete años los ojos se me han llenado de lágrimas y he llorado con dolor y amargura.
   Siete años.
   ¿Quién, venga de donde venga, tiene el derecho de causar semejante dolor a un niño de siete años? ¿Cuál es el grado de horror al cual puede ser sometido un niñito de siete años antes de volverlo loco por completo? ¿Dónde están los límites de la investigación inteligente sea cual sea la criatura a la que se está investigando?
   Sea como sea, tarde o temprano, voy a llegar saber lo que nos pasó esa noche.
   Necesito saberlo para regresar al estado de paz en el que vivía antes de querer escribir todo esto.
   Es parte de mi naturaleza, mi maldita y peligrosa curiosidad innata.
   ¿O no es innata…?
   Tal vez esa curiosidad se desarrolló por otra causa, por una causa oculta que a la larga impulsaría mis ansias de aprender, mis deseos de saber, mi necesidad de siempre expandir los límites de mis conocimientos.
   Una curiosidad incubada que tal vez, tal vez, esté destinada a un fin que no logro comprender.
    Y tal vez, a pesar de todo, a pesar del dolor y del horror que en algún momento sufrí y que voy a descubrir en su total amplitud, tal vez… Tal vez, supongo, que más adelante tenga que dar las gracias.